De 0 a 100 en 12 meses: Parte 2

De 0 a 100 en 12 meses: Parte 2

La carrera

Es una mañana fresca. No hay que confiarse; el pronóstico predice que la temperatura aumentará rápidamente hasta los 28º. Me visto, desayuno, tomo mi mochila y manejamos a la plaza principal de Mascota; lugar donde trescientas almas nos daremos cita en la línea de salida.

Volteo a ver la hora y cuando menos lo espero faltan quince minutos para salir. Camino a la línea de salida, al tiempo que caigo en la cuenta de lo que se aproxima y de lo que estoy por emprender. Las emociones comienzan a apilarse una sobre la otra: nervio, entusiasmo, miedo. Sé que va a doler y que me esperan unas largas horas, pero estoy determinado; confío en la preparación y estoy listo para ejecutar…nada me va a detener. Me visualizo recorriendo el camino y cruzando la meta. Beso y abrazo a mi papá, a mi mamá, a mi sobrino y a Ximena. Tengo la certeza de que estarán conmigo siguiéndome de punto a punto a lo largo de la carrera, reconociendo que para ellos también será larga y dura la aventura. Les agradezco una vez más por habérsela rifado conmigo.

Quedan cinco minutos. De modo solemne pedimos permiso a la naturaleza para adentrarnos en ella y recibimos la bendición Wixárika de un chamán de la cultura indígena de la región.

Comienza la cuenta regresiva; todos gritan al unísono: «¡tres, dos, uno!». Suena la campana que anuncia nuestra salida; volteo a ver a mi familia una última vez y me arranco. Como estudiante en un examen final que está listo para graduarse, debo demostrarme que puedo hacerlo después de un año de preparación.

No tiene caso meterle turbo al principio; sé que será una carrera larga. Trato de serenar mi entusiasmo vigilando mi paso y frecuencia cardiaca ateniéndome al plan que tejí con cuidado. La primera sección del recorrido voy hombro con hombro, y talón con talón con los que decidimos rezagarnos en la línea de salida, el paso es lento y el tráfico denso: Acelero y rebaso cuando puedo, camino y platico cuando no.

Al cabo de un par horas llego al primer abastecimiento en el kilómetro catorce. Hasta ahora el recorrido ha sido “fácil” por camino ancho de terracería. ¿Lo malo? No podemos escondernos del sol; ni una sombra, la temperatura y la humedad comienzan a ascender. Abro mi mochila para rellenar mi bolsa de hidratación y me sorprende ver que esté casi llena, el poco cansancio y la poca sed me han hecho beber casi nada.

Me sigo por caminos anchos de terracería con poca pendiente que hacen más sencillo poder llevar un buen ritmo. Sé que próximamente, en el abastecimiento del kilómetro veintiséis, podré ver a Ximena y a mi familia. Voy emocionado; con buen paso y, confiado en que, si el camino sigue así, podré cepillarle unas horas a mi tiempo. Más lejos de la realidad no podía estar; los setenta y cinco kilómetros restantes probarían ser los más arduos, lo más técnicos y con mayor desnivel.

Llego al abastecimiento. La primera persona a la que veo es a mi mamá y con un nudo en la garganta la saludo; sus porras reaniman mi espíritu y recargan mis baterías. Ya adentro, veo al resto de mi familia junto a un mar de corredores que busca reabastecerse de agua fría, Gatorade, fruta, gomitas y cacahuates.

Al ser novato, la prisa, la adrenalina y la confusión no me dejan pensar claro en lo que debo hacer: «¿relleno mi mochila?, ¿como?, ¿bebo? o ¿me siento?». Ximena lo ve reflejado en mis ojos, me calma y me dice que voy bien. Me confirma que las horas de corte serían más holgadas de lo que planeamos, dándome un respiro para reagruparme y desacelerar el ritmo. Le digo que empiezo a sentir los cuádriceps acalambrados, cual profetas que auguran la tormenta por venir. No hay más, haré lo posible por mitigarlos e improvisar. Me preocuparía por ellos llegada la hora.

Salgo del abastecimiento a la vez que me animo: «Ya recorriste un cuarto de la carrera, sólo te falta repetirlo tres veces más».

El camino se empezó a volver más técnico, empezamos a senderear por veredas estrechas y complicadas. De aquí al kilómetro treinta y siete me esperaba la segunda cima de la ruta, –una de las más difíciles–: once kilómetros de pura subida. Me tranquilizaba pensando que ya lo había visualizado en mi cabeza y que en los entrenamientos lo había practicado.

No pasa mucho tiempo cuando los calambres en los cuádriceps aumentan de manera exponencial; a cada par de pasos que daba podía sentir las contracciones. Intentaba estirar, pero esto sólo lo hacía peor, desencadenando aún más calambres en diferentes zonas. Entré en modo de contingencia: de ninguna manera iba a permitir que eso fuera la causa para renunciar. Empecé a tomar pastillas de sal cada hora, me mantuve hidratado constantemente y paraba cada cierta distancia para garantizarme un descanso.

Camino durante diez minutos sólo para darme cuenta de que apenas he recorrido unos quinientos metros, «será una buena pelea», pienso, «lenta, pero buena». Finalmente llego al abastecimiento en la cima donde más de uno estaba agotado. Hago una parada breve, bebo unas cuantas “rusas” preparadas con agua mineral, limón y sal. Me apresuro a salir, aliviado por el hecho de saber que de aquí al kilómetro cuarenta y ocho sería prácticamente pura bajada.

Al cabo de unas cinco horas de calambres, estos empiezan a ceder para finalmente desaparecer; pero el daño ya estaba hecho, la inflamación y dolor en los cuádriceps serían fieles compañeros para el resto de la carrera. Me empieza a pasar factura el cambio de terreno que se hace más espeso y resbaloso junto con la pendiente, la velocidad, los cortes, el frenado, el rebote y el impacto.

Me doy cuenta de que cada vez es más la distancia que me separa de mis compañeros corredores, y que cada vez es mucho mayor el tiempo que paso solo. Aun así, me familiarizo con los que llevan un ritmo parecido al mío; a veces caminamos juntos e intercambiamos unas palabras, anécdotas de nuestra experiencia. En ocasiones me rebasan, otras  lo hago yo, para después encontrarnos más adelante.

Echo un vistazo a mi reloj que me avisa que estoy llegando al kilómetro cuarenta y ocho donde hay un abastecimiento. Relleno una vez más mi mochila de hidratación, tomo un par de rusas anticalambres, me siento y recupero el aliento. La voluntaria que nos recibe con una sonrisa nos alienta a seguir y nos informa sobre lo que sigue: Un par de difíciles cimas seguidas una de la otra. Encuentro confort en saber que solamente serán seis kilómetros y que, en medio de ellos, habrá un abastecimiento más: el del kilómetro cincuenta y cuatro.

Procuro no demorarme mucho en este punto y salgo enseguida porque queda un largo trecho, –apenas voy a la mitad–. Al cabo de un par de horas comienzo a oír música a la distancia, señal de que me acerco al punto de abastecimiento. Nos recibe un amable voluntario que anuncia que tienen frijoles, tortillas hechas a mano recién hechas y arroz. «¿Es broma?», pregunto riendo; «¡No! acá de este lado», me dice mientras me señala unas ollas de barro del otro de la mesa. Me dispongo a servirme una cucharada de arroz; le viene bien un descanso a mi paladar después de haber comido los mismos snacks dulces durante horas. Aprovecho para sacar mi celular para avisar que estoy bien; es inútil, me doy cuenta de que ninguno de los mensajes que intenté mandar en los otros puntos han sido enviados, evidencia de que no ha habido señal en todo el trayecto.

Empieza a anochecer. Hora de sacar la linterna; empaco mis utensilios y el celular, y una vez más emprendo el camino a sabiendas que el siguiente punto de abastecimiento en el kilómetro sesenta y dos es el más importante, y ahí podré ver de nuevo a mi familia.

En cuestión de lo que parecieron minutos, la noche nos cubrió con su manto. No puedo ver nada más que la luz de mi linterna alumbrando mis pasos y el reflejo de las cintas que marcan el camino. Comienzo a cruzar ríos, uno detrás del otro, pierdo la cuenta, probablemente unos 8 ó 10. Me resigno a mojarme los pies y pienso arrepentido que debí haber traído un par de calcetines extra, no podía hacer nada ahora.

Llegando al kilómetrp sesenta y dos, empiezo a ver las luces del abastecimiento. Veo sombras y figuras de los voluntarios que nos reciben, suenan sus cencerros y oigo las porras. Entre ellas, distingo las voces de mi familia, que a lo lejos también me reconocen y me reciben con un gran abrazo.

Me asiste Ximena y me guía al fondo del restaurante que servía como abastecimiento; me sienta en una silla mientras me pregunta cómo voy, le respondo que bien y le explico que está duro pero que falta poco. Me ve determinado. Intento quitarme los tenis; es inútil, no lo puedo hacer sin tener calambres por doquier. Ximena me ayuda con esta tarea y también con traerme agua con sal, Gatorade y un plato de espagueti caliente.

Platicamos un poco y nos damos cuenta de que tengo casi cuatro horas para recorrer los siguientes once kilómetros antes del último corte en el siguiente punto de abastecimiento. En teoría, una tarea sencilla; pero el terreno, los senderos y la oscuridad se encargaron de desecharla en la práctica. Al cabo de veinticinco minutos me preparo para salir y me levanto con trabajos de la silla: Mis piernas son testigos de los estragos de la carrera.

Me despido y salgo de este abastecimiento para adentrarme en territorio desconocido. Lo más que había corrido en entrenamientos habían sido sesenta kilómetros y nunca más que eso. Encontré consuelo al saber que ya no había marcha atrás; si quisiera renunciar era más fácil recorrer los kilómetros que me restaban, que regresar. Comienzo a trotar y me desaparezco en la noche.

¡Llego al último corte! Kilómetro 72. De nueva cuenta me recibe mi familia; es de madrugada, y sé que están entusiasmados, pero también sé que están cansados.

Le digo a Ximena que siento los pies empapados al mismo tiempo que me acerca un plato de sopa caliente. Levanto los pies para ponerlos sobre un banco; me quita los tenis y los calcetines sólo para descubrir unos pies pálidos, húmedos y fríos, víctimas de los ríos que crucé hace ya más de 5 horas. Me seca los pies con una toalla y los dejamos respirar un poco. Como caído del cielo, un compañero corredor me ofrece un par de calcetines y le agradezco la vida; fue como calzarse la gloria misma en forma de tela seca y caliente.

Ximena preocupada, me advierte que, –de acuerdo con los rumores de los voluntarios–, la siguiente sección es bastante técnica y difícil, la noto preocupada y la tranquilizo. La caminaré si tengo que hacerlo, ya no importa, no hay cortes y tengo el camino libre. De nueva cuenta me despido; la próxima vez que los vea será en la meta.

Once kilómetros después llego al último abastecimiento en el kilómetro ochenta y tres. Éramos pocos y el sentimiento de cansancio era palpable, unos sentados, otros acostados. En este punto lo que menos quiero es descansar, la meta ya está a mi alcance; ya la puedo acariciar, sólo tengo que seguir moviéndome, pase lo que pase, seguir avanzando y el tiempo se encargará del resto. Dejo pasar unos minutos, me despido de los voluntarios y emprendo mi camino.

Salgo del abastecimiento para atravesar los últimos cientos de metros técnicos de la carrera para encontrarme nada más y nada menos que con camino ancho de terracería. Sabía lo que significaba: El principio del fin, el camino a la recta final. En este camino se vuelve más fácil correr, la pendiente es casi inexistente y puedo mantener un buen ritmo. Empiezo a pasar por poblados aledaños a Puerto Vallarta. El camino de terracería da pie al empedrado y el empedrado se vuelve pavimento. Volteo a ver mi reloj, sólo faltan pocos kilómetros, aprieto mi paso.  Ya no hay dolor, sólo emoción.

Tres mil metros. Dejo que mi mente y cuerpo saboreen el momento, que se den cuenta de lo que pudieron lograr, de cosechar todo el esfuerzo de estos meses. Aprovecho para agradecer a los que me apoyaron; así, de lejos, con un saludo en mente y espíritu. Agradezco a mi familia, agradezco a Ximena, y sé con certeza que están ahí, en la meta. A todos ellos les dedico esto.

Dos mil metros. El camino me lleva por el malecón que tiene al mar como acompañante. Son casi las cuatro de la madrugada; se respira la vida nocturna en Puerto Vallarta, música y baile en su máximo esplendor.

Mil metros. La Catrina conmemorativa por el Día de Muertos, con más de una veintena de metros de altura, se impone y nos vigila a los que pasamos. Mi reloj marca que llevo casi 20 horas corriendo; aprieto el ritmo, ya quiero llegar.

Quinientos metros. Veo las luces de la meta, veo el arco final con su cronómetro, alcanzo a ver las figuras de mi papá, de mi mamá y de Ximena, lágrimas empiezan a rodar por mis ojos.

Cien metros. Oigo las campanas, el aplauso, las porras, los gritos…unos metros más.

Cruzo la meta…

Mis emociones se funden en un crisol y me dejo empapar por ellas, que me bañen. La alegría, el alivio e incredulidad me invaden. Busco consuelo en los brazos de Ximena y de mis padres, que me abrazan y me dan la bienvenida. Caigo en la cuenta de la fugacidad de este momento: Los meses, días y horas que dediqué a este objetivo se reducen a breves segundos. Mientras me arrodillo –no sé si a causa del cansancio o del sentimiento– me digo: «Lo hiciste, maldita sea, ¡lo hiciste!». Cada segundo valió la pena.

Reflexiones y aprendizajes

Estimado lector, hasta aquí el relato mi de Ultra Maratón. Prometo que traté de ser fiel a toda la experiencia y a las emociones, intentando poder plasmarlas en este par de blogs; si lo logré, sólo tú serás juez.

Cuando escribía estas líneas a veces reía o a veces lloraba, porque bien dicen que recordar es vivir. Algunos me preguntaron qué enseñanza me dejó esta aventura o qué reflexión podría compartir. Sin un orden particular te comparto todo lo que pude concluir con base en este viaje.

No te compares, la comparación es la ladrona de la felicidad. Tu meta es tuya y sólo tuya; solamente tú sabes lo que te está costando en esfuerzo, dinero y tiempo. Celebra cada victoria y aprende de cada derrota. Todos tenemos días malos, la diferencia está en lo que hacemos con ellos: ¿Te dejas humillar con pensamientos negativos y avientas todo por la borda? o ¿Te haces resiliente, mantienes la frente en alto y vives para luchar otro día?  Hacer esto último es una habilidad que se desarrolla, que se afila como un buen cuchillo. Es una práctica que se vive día a día. El miedo y las dudas siempre existirán, pero ¿quién serás cuando lleguen? ¿Serás el que huye o el que las enfrenta? Tú eliges.

Sé fiel contigo mismo y flexible con tus prioridades. Cualquier objetivo, por más pequeño o grande que parezca requiere de un cambio de prioridades. ¿A qué escala será el ajuste? Eso dependerá de tu ambición y varios factores más; como, por ejemplo, el tiempo del que dispones, el apoyo social o familiar, el recurso económico que puedas destinar, entre otros. Si no estás dispuesto a hacer cambios a lo que tú puedes controlar y a lo que le designas tu atención, no esperes que los logros se den por arte de magia. La práctica hace al maestro: ser buen corredor o pararse de manos requiere práctica. Y no sólo aplica para hazañas deportivas; se puede transferir a lo que sea: en los negocios, en la familia, etcétera. Ser buen papá también requiere práctica. Pregúntale a quien sea; nadie nació sabiendo todo y todos han cometido errores en el camino. Si decides hacer algo, ponle empeño y hazlo lo mejor que puedas. Si cuentas con una hora para poner manos a la obra con tus objetivos, dedícala de lleno, esfuérzate y préstale toda tu atención.

Tendrás que aprender a decir que “no” muchas veces a invitaciones o circunstancias a las cuales querrás decir que “sí”; porque sabes que te desvían o distraen de tus objetivos. Debes ser fiel a tu compromiso, a ti mismo. Muchas veces quise botar todo, aunque fuera por un día para desvelarme viendo una película o sólo para posponer un entrenamiento. A todos nos pasa; la diferencia está en mantenerse firmes: Tomar decisiones que te acerquen más a tu meta y no que te alejen de ella. Tú y sólo tú eres el amo de tu destino, el capitán de tu alma.

No pasa nada si te arrepientes, renuncias o cambias de opinión. Si estás a medio camino de aquello que te propusiste, pero cambias de dirección porque algo no te convenció o surgieron situaciones fuera de tu control; no pasa nada, nadie te juzgará. Quédate tranquilo al saber que por lo menos lo intentaste, eso tiene mucho más mérito que no haber hecho nada.

Sé agradecido. Nada, pero nada de lo que tenemos o logramos es a causa de un esfuerzo individual. Agradecer es reconocer a aquellos que nos apoyaron: al que nos tendió una mano, una oportunidad, al que nos abrió una puerta y a los que nos echaron porras. Tan sencillo como agradecer al que nos brindó unos minutos de su compañía cuando lo necesitábamos. Construye un sistema de soporte con gente a tu alrededor que comparta valores en común, que celebre tus éxitos pero que también tenga el valor para decirte cuando cometes errores.

No todo tiene que gratificarnos instantáneamente. Nos acostumbramos a obtener todo inmediatamente, y si no sucede así, ni siquiera consideramos esforzarnos un poco para obtener aquello que queremos. ¿Quiero comida?; la pido y llega. ¿Quiero reír?; veo un video de mi comediante favorito. Tenemos todo al alcance con unos cuantos clics y segundos de distancia. Los resultados toman tiempo; toma años refinar una habilidad, pregúntale a cualquier deportista, padre de familia u hombre de negocios que consideres exitoso. Es como cuando ahorras un par de años o más para irte de viaje, para comprar el auto o la casa de tus sueños. Toma tiempo, pero sólo tú sabes lo mucho que te costó y saboreas ese momento, disfrutas cada segundo. Retrasar la gratificación te vuelve más paciente, perseverante, maduro y resiliente.

Hazle frente al miedo. Cosa curiosa el miedo, es nuestro instinto prendiendo las luces rojas para evitar ponernos en riesgo o que prefiere que te quedes cómodo en donde estás; eso que te dice, no lo hagas”. ¿Cuántas veces el miedo nos ha detenido de intentar cosas nuevas porque no sabemos lo que hay de otro lado? Miedo al tamaño de una meta, miedo a no saber lo qué hay que hacer o lo qué nos espera, miedo a lo que dirán de nosotros, a la vergüenza e historias que nosotros mismos nos inventamos en nuestras cabezas, miedo a decepcionarnos o inclusive decepcionar a los demás. El miedo y el nervio son la demostración de que algo te importa; siempre estará ahí. Sentir miedo no es algo que podamos controlar, pero sí está en nuestras manos decidir qué haremos ante él.

El dolor es tu amigo. Aprender y lograr algo, sea nuevo o no, duele. Esforzarnos y cometer errores duele. El dolor físico, mental o emocional no es malo per se; le designamos una connotación negativa porque nos incomoda, nos saca de nuestra zona de confort. Pero sin el dolor no podemos aprender. ¿Quién no se pinchó el dedo al coser por primera vez? ¿Quién no se quemó al aprender a cocinar? ¿A qué papá o mamá no le dolió ver a su hijo caerse de la bici, sabiendo que sólo así se aprende? Abraza el dolor, es un excelente maestro por naturaleza.

Hasta aquí me llevo este viaje y quería compartirlo contigo. Espero que hayas disfrutado leer este blog tanto como yo disfruté en escribirlo. Vaciar toda esta montaña rusa de emociones y aprendizaje no sólo de esas 20 horas corriendo, sino en todo este año.

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